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AutorModesto Seara Vázquez

EditorialUTM

Lugar y Año Huajuapan de León, 1993

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Una Nueva Carta para las Naciones Unidas

Durante su presidencia George Bush hizo muchas referencias al nuevo Orden Internacional, que sin embargo nunca llegó a definir, y no pasó de menciones vagas e imprecisas de un mundo sin la bipolaridad ni la confrontación de la guerra fría.

Fue una lástima, porque un nuevo orden (o más bien desorden) realmente existe, aunque el nombre mismo ya es bastante viejo, y había sido utilizado, con distintas variantes muchas veces antes. El mundo atraviesa el proceso de cambio más rápido y profundo de todos los que sufrió a lo largo de la historia de la humanidad, y deberíamos de estar sacando las conclusiones correctas, pues de lo contrario podríamos perder el control de nuestro destino.

Era evidente, al comienzo de la década de los años ochenta, que estábamos en vísperas de enormes cambios en la sociedad. En aquel tiempo, muchos de los observadores de la sociedad internacional estaban hipnotizados por lo que sucedía en la Unión Soviética, incapaces de captar la magnitud real de los cambios, cuya trascendencia iba mucho más allá de la desaparición de un imperio decadente.

Lo que verdaderamente sucedía, y ello es más verdad todavía en este momento, era una transformación de todas las dimensiones de la sociedad, de proporciones catastróficas. La situación se complica por el hecho de que los dirigentes políticos han perdido el contacto con la realidad: incapaces de comprender su verdadero significado, y negándose a ceder viejos privilegios, navegan en las agitadas aguas de un mundo lleno de conflictos, en los agrietados barcos de instituciones obsoletas. Y siguen invocando principios supuestamente sagrados, que no le importan a nadie, excepto a ellos mismos.

Esta pérdida de contacto con la realidad explica en gran manera el creciente abismo entre los líderes y los pueblos. Hay una falta de credibilidad respecto a los partidos políticos, que son percibidos como simples instrumentos de poder al servicio de las burocracias políticas. Nadie cree ya en los órganos legislativos, prisioneros de los intereses creados y lejos de los intereses de los votantes. En cuanto a los sindicatos, cuando todavía existen, se van debilitando, abandonados por los trabajadores, cansados de que los líderes los utilicen para sus propios fines.

En lo que respecta a las organizaciones internacionales, siguen respondiendo a las necesidades y las concepciones de hace medio siglo, cuando eran concebidas como meras subsidiarias de los todopoderosos estados nacionales. No debe extrañarnos, entonces, que las contradicciones de este mundo, necesitado de una autoridad real que tome decisiones a nivel internacional, y el hecho de la presencia cada vez más débil de los estados nacionales y de organizaciones internacionales poco efectivas, haya producido entre los pueblos un sentimiento de insatisfacción que se extiende a toda clase de instituciones sociales.

Los problemas cada vez más graves del mundo, necesitan soluciones, muchas de las cuales son imposibles al nivel nacional. Es verdad que el riesgo de una confrontación nuclear ha desaparecido, pero también es cierto que la turbulencia política y social que afecta a muchos de los países puede salirse de control y precipitar al mundo en algo parecido a una guerra civil de proporciones globales. La rápida disminución de los recursos naturales crea enormes tensiones en las sociedades, y en algunos casos ya se alcanzó un punto en donde es prácticamente imposible corregirlas y donde se plantea incluso la viabilidad de los estados. Somalia y Liberia son casos que nos vienen a la mente, pero también Cambodia, Haití, Mozambique, Angola, Yugoslavia, India, la mayoría de las repúblicas de la antigua Unión Soviética, y la lista sería muy larga.

Esos problemas no pueden ser tratados a través de negociaciones entre estados, en las que los egoísmos individuales siempre tratarán de prevalecer sobre los intereses generales. Lo que necesitamos son unas Naciones Unidas más efectivas, y también más democráticas; que no puedan ser utilizadas para legitimar acciones arbitrarias de las grandes potencias.

Estas nuevas Naciones Unidas no deberían ser consideradas por los países débiles como el némesis de su soberanía, sino como el último recurso para conservarla, de un modo diferente, contra el poder económico y militar de los más fuertes.

Una mirada al pasado puede mostrarnos qué es lo que se quería que fueran las Naciones Unidas, así como lo que son en este momento y lo que pueden llegar a ser.

La Organización de Naciones Unidas fue creada el año de la victoria contra las potencias del Eje, y reflejó por consiguiente los intereses, las aspiraciones y las ambiciones de las potencias victoriosas. Nada nuevo, en realidad, pues los países que se reunían en San Francisco para discutir la Carta constitutiva de la nueva organización, no hacían más que repetir la vieja historia del Congreso de Viena (1815) y de la Conferencia de Paz de París (1919). Trataban de establecer un sistema en el que las decisiones fundamentales quedaran reservadas a las grandes potencias. No estaban actuando en el vacío, sino en un medio en el que varios principios fijaban las reglas del juego: soberanía e independencia de los Estados y no intervención en los asuntos internos.

La concepción subyacente era que los intereses de la sociedad estarían mejor servidos si la organización internacional mantenía un perfil tan bajo como fuera posible, para asegurarse de que los Estados conservaran las más amplias competencias, compatibles con las de los demás Estados. Se quería que la cooperación internacional reforzara, no que substituyera, los poderes de los Estados.

Ahora, medio siglo más tarde, la cuestión que se plantea es si, cualesquiera que fueran los méritos de la concepción inicial, todavía conserva validez en la época de la globalización de la economía mundial, la toma de conciencia de los problemas ambientales y la explosión de las comunicaciones de masas. Lo dudamos mucho.

Independientemente de la respuesta que se dé a esta pregunta, no tiene duda que medio siglo es mucho tiempo para cualquier institución, y pueda haber llegado el momento para tratar de hacer un balance y ver si se deben de introducir algunos cambios no sólo en la forma en que la Organización funciona, sino incluso en su misma concepción. Desde luego que se puede mejorar el modo en que la Organización funciona, pero tengo la firme convicción de que la Organización de Naciones Unidas se encuentra en el medio de una crisis estructural que no puede resolverse con reformas cosméticas.