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AutorModesto Seara Vázquez

Lugar y Año México, 2011

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Vento de Queixuras

La literatura fue una de mis primeras vocaciones y desde niño me sumergí en la lectura de los grandes autores. Empecé como todos los niños, con Hans Christian Andersen, Lewis Carroll, Hermanos Grimm, y los demás que entonces se leían mucho. Pasé después a una combinación de los Tebeos (Comics les llamarían hoy) y clásicos con un poco más de acción, de Emilio Salgari a Julio Verne, pero al encontrar en casa una colección, popular en los años treinta, llamada Novelas y Cuentos, que reproducía una selección de lo mejor de la literatura universal, me lancé de lleno en la lectura de los autores que podríamos decir de más peso. Leer la literatura universal fue para mí una verdadera pasión y fue, como señalé al principio mi primera vocación. Quería ser escritor cuando fuera mayor. También me apasionaban la aviación y la política internacional. Cuando llegó el momento de escoger, al terminar mis estudios de bachillerato, ya había leído a muchos de los autores más representativos del mundo, pero a la hora de las decisiones me decidí por la aviación y empecé a prepararme para entrar a estudiar ingeniería aeronáutica. Pronto me dí cuenta de que la política internacional me atraía más y me cambié a la carrera de derecho, con el propósito de un día llegar a formar parte del cuerpo diplomático de España. Por ese camino iba cuando en París, por una serie de circunstancias me encontré estudiando el doctorado en la Sorbona y al final escogí para mi tesis un tema que era la síntesis (sin que esto tenga nada que ver con un proceso dialéctico) de mis vocaciones por la política y la aeronáutica y me aventuré a escribir sobre el derecho interplanetario.

Desde entonces mi afición por escribir se tradujo en libros, ensayos y artículos sobre derecho y política internacional.

Pero siempre latía la inquietud que había sentido tempranamente por la literatura. Casi a escondidas y como hacen casi todos, escribí poesías y algunos cuentos. También novelas que felizmente desaparecieron. De las poesías, unas eran malas y otras eran buenas, pero no las tomé en serio. Sin embargo, con el paso del tiempo me volví trascendente, quizás porque ya estoy más cerca del sol poniente que del naciente, y empecé a pensar en cosas más importantes y encontré que la única manera de expresarlas no era con sesudos ensayos sobre una humanidad desquiciada, en vano intento de apelar a su hipotética inteligencia, para ayudar a encarrilarla por el camino de la sensatez, sino en suponer la existencia de corazón en los humanos y dirigirme al de cada uno de ellos con mis reflexiones. Y por eso recordé que cuando niño, en la mesa de noche al lado de mi cama siempre había un libro encuadernado en piel roja, con las poesías de Rubén Darío, a cuya lectura añadiría después una larga y disímbola lista de poetas que me conmovían: Amado Nervo, Gustavo Adolfo Bécquer, José Zorrilla, Alexandr Pushkin, Fray Luis de León, Antonio Machado, Miguel Hernández, León Felipe, Federico García Lorca o Edgar Allan Poe, y un largo etcétera, añadidos a algunos de la antigua Roma, como Virgilio, Homero o Catulo.

La poesía no es exclusiva de los poetas y no necesita ser escrita formalmente. La poesía está en el corazón de la gente con sensibilidad y coincido con mi amigo Enrique Beotas, en que puede expresarse de muchas formas: ahí está la hermosa poesía de muchas de las canciones de los Beatles o Bob Dylan, Facundo Cabral, el Atahualpa Yupanqui, Joan Manuel Serrat y otros, y también puede aparecer en forma plástica en un cuadro, una escultura o una presentación audiovisual.

Debo reconocer, con cierta vergüenza que hay otros poetas cuya grandeza no está a discusión pero que no me hacen entrar en resonancia, como Sa'di, Hafiz, Rumi y Omar Khayyam, entre los persas o el libanés Gibran Khalil Gibran, o el norteamericano Walt Whitman. Puede que sean razones culturales las que expliquen esa insensibilidad mía, o muy probablemente que no he tenido tiempo suficiente, metido como he estado en las exigentes cuestiones internacionales, para conocerlos debidamente. Ni lo uno ni lo otro me sucedió respecto a la poesía en gallego, un idioma para la poesía como no hay otro. Me conmueven Rosalía de Castro cuando escribe en gallego (sus poemas en castellano, francamente no me gustan), Manuel Curros Enríquez y sobre todo mi desaparecido amigo Celso Emilio Ferreiro y me gustan, sin llegar a conmoverme Eduardo Pondal o Alfonso Rodríguez Castelao, cuya vida es en sí misma mucho más que un poema. Para ser justo tendrá que continuar con una larga lista de notables poetas gallegos.

Una aclaración, seguramente innecesaria, es que no busco ahora, con esta obra, un lugar que no me corresponde. El mío está en otros ámbitos.